domingo, 5 de noviembre de 2017

El mar de Punta del Este


Aunque el mar emana bocanadas de fuego, las gaviotas bailan.
Se agita con cada huracán
que desata, uno a uno, los cordones de su zapato;
se tienta a sumergirse en los profundos insomnios
del oleaje, por la mañana.
Y los barquitos blancos, que parecen juguetes de niño,
se vuelven papel sobre su pecho.

Amo el mar Puntaesteño y él de ama.
Quiere discutir sobre mi escritura maldita
con esos pensamientos.
No sé si es justo el poderío que tiene;
no sé, tampoco, si observa la iniquidad del mundo
que lo mira; y se vuelve malévolo.
Saborea la piel de las mujeres, y se siente atraído
por tanta perfección; las confunde con las náyades.  
Siente cada ahogo como si fuera suyo y se castiga por ello.
Y entonces el mar entiende que es el mar… 

Me confiesa que sabe a bilis la poesía insípida y arenosa
que se lee frente a él, que todos hacen lo mismo, que la gente
es un botón en su inmenso camisón azul,
que hay un batallón de tiburones a la espera de más infelices.
¡Ese es el mar que yo quiero!
¡Rebelde y contestatario!
¡Mi amigo!
Hay una señorita llamada Gorriti a la que le hace el amor
sobre la alcoba del Atlántico.
Es un caballero de fabulosa armadura,
vencedor de innumerables batallas contra la estupidez.
Pero, solo, no puede acomodarse el cabello y acicalarse;
no puede, ni si quiera, ponerse corbata en la mañana.

Cuando llega enero suena una  sinfonía de Stravinsky en sus oídos.
Medita, aspirando la buena nueva del invierno, esa estación
donde me siento con él a reclamarle sabiduría.
Nos vemos cara a cara, los dos; nos despedimos, y hacemos cuenta
que nunca nos conocimos. 

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